miércoles, noviembre 19, 2008

bis

renacer

desde un puerto

donde ya no venga

a atracar el deseo

 

nacerse

     aséptico

           

          probable

                   

                  propio

 

Va

Algo siempre se escapa
por entre las junturas,
hay algo detrás de la
calle sin salida,
algo se rompe
en las paralelas,

hay siempre un
resultante de la fricción
-y no digo algo más
o menos flácido-

algo se pudre en
los hormigueros,
algo se pierde
más allá de las aristas,
algo quiebra sin aviso
el punto de fuga.

Ahora:

poesía, basura, o grito
música, agua, o tu hermana
arte, vacío, o lamento
tango, orgasmo, u olvido.

Fijate vos.

martes, noviembre 18, 2008

Aquello (relato)

Era la hora de la indecisión; la hora que se suspende en la masa indisoluble que venimos a llamar día; la que se desprende tomando otro color, agrisándose; la que se esconde en los relojes biológicos y empieza a pesar atrás del cuello y en las muñecas: se deja sentir con toda su nada a punto de desarmarse sobre las palmas de las manos. Era la hora del mate que se toma para saltar el abismo que se abre en nuestra continuidad, para no sentirnos tan rotos. Esa que se deja palpar sobre todo en verano, en las terrazas, entre cervezas que se calientan sobre una mesa de plástico. Eran las 7 de la tarde: la hora en constante formación, la rebelde, la frontera entre el día y la noche, la del perfecto vacío, la de los cigarrillos a medio fumar.
El sol había estado particularmente violento ese día, las baldosas todavía hervían y derretían las suelas de las alpargatas. Un polvo fino golpeaba el aire en arremetidas constantes. Todo parecía a punto de arder, revuelto, preso de un ímpetu extraño y casi maldito, pero a la vez una extrema levedad gobernaba las cosas, volviéndolas casi imperceptibles.
Húmedo, esa era la palabra, todo estaba húmedo, pero húmedo como de vino pesado. Húmedo, pero no esa humedad mansa de pueblo a la hora de la siesta, esa humedad de quietud, que se deja moldear en fichas de dominó. Húmedo como de ciudad a la hora que los obreros salen del trabajo, como el aire en el que se funden las frituras y el humo de los colectivos bonaerenses. Húmedo y violento, apurado, como si nada pudiera esperar, como si se debiera correr ya mismo hacia ningún lado.
Pero nadie corría, porque no había nadie que pudiera correr, porque no había nadie; y sobre todo porque lo de hacia ningún lado por lo general tiene carácter de metáfora, pero en este caso parece casi exacto: no había lugar donde correr.
No suele haber muchos lugares donde correr, y mucho menos donde esconderse en un pueblo de cuarenta habitantes. Dos cuadras para acá y hete aquí que está la vía muerta de un tren que nadie recuerda haber visto. Aunque el viejo Justo dice haberlo escuchado cuando tenía unos siete años, desde el jardín de su casa. Una cuadra más allá y una ruta por la que pasan unos veinte autos por día sin siquiera percatarse de la existencia de San Tramo. Más para allá la infinitud de la pampa, un eterno horizonte.
Permítaseme hacer un pequeño paréntesis para hablar un poco acerca del viejo Justo, por supuesto sin perder de vista el meollo de la historia. Con la muerte de su tío Benito en 1996 Don Justo pasó a ser el hombre más viejo del pueblo. Actualmente tiene ochenta y seis años, y sigue viviendo en la misma casa donde pasó su infancia. La misma casa blanca de persianas verdes, con el mismo pequeño jardincito adelante (en el que sigue en pie el mismo sauce que ya casi tapa la puerta) y el mismo enorme jardín trasero lleno de naranjos e higueras. Ya está medio sordo, pero dice que cuando escuchó el tren no, que lo escuchó clarito, como un trueno largo en el medio de una perfecta tarde de verano. También dice que fue el verano más caluroso de todos los que haya pasado en San Tramo, y eso que los veranos acá son como un preludio del infierno. Igualmente esto último no hay que creérselo demasiado, aunque sirve de aderezo perfecto para la historia, repetida desde hace veinte años ininterrumpidamente en todos los asados del pueblo, esos en los que se reúnen todos sus habitantes para un almuerzo de domingo multitudinario. Antes Don Justo era el asador, pero ya hace un par de años que se encarga un tipo de unos treinta años, que labura en una estación de servicio como a unos cincuenta kilómetros de acá, y que le dicen Charly pero se llama Fabián. Ahora Don Justo lo único que hace es sentarse al lado de la damajuana y pedirle a su hija que le sirva cada tanto un vasito, porque ni fuerza para servirse él mismo tiene ya. Cosa que no le impide mamarse de lo lindo, porque ya les digo que entre vasito y vasito se debe tomar como tres cuartos de damajuana por asado. Por suerte los asados son cada un mes o dos más o menos, que sino ya habría espichado hace rato.
Como decía, era un tarde noche bastante rara para San tramo, ante todo por esa violencia del aire que encubría las cosas y que, ayudada por la humedad que acrecentaba el carácter violento de la tarde, había hecho que nadie se diera cuenta que las siete de la tarde habían llegado ya, escondidas detrás de los marcos de los relojes.
Nadie andaba por las calles, sin embargo los ojos que miraban por las ventanas, sobre todo los de la hija de Emilia (esa que se había vuelto medio loca por un tipo que se había aparecido con un auto, y que después de acostarse con ella, se había pegado la vuelta para la ciudad), ya estaban acostumbrados a esa nada, a perseguir, en lugar de figuras, al polvo, a las piedritas que se movían, y cada tanto, en esos días de suerte, el vuelo de un pájaro perdido en el calor abrasivo. Sus ojos ya podían ver el viento, pero no como causa de un efecto determinado observable en otro objeto, sino al viento en sí mismo, en toda su tierna bestialidad.
Así andaban las cosas por el pueblo ese veinte de diciembre, así de raras, de ajenas, de agitadamente extrañas. Algo estaba mal, algo perturbaba a casi todos, algo en ese híbrido entre la pesadez, la calma de siempre, las siete de la tarde, la violencia, y la desconcertante velocidad del día, tenía al pueblo entero alerta, expectante. Se percibía en la cantidad de caras asomadas a las ventanas esperando que algo pase, muchas más que las de costumbre, y con otras expresiones, con ademanes nuevos, muy diferentes a los hombros caídos y la mirada perdida, adiestrada. Ahora la manos se movían nerviosamente, algunos pies golpeaban el piso, alguien se comía las uñas, otro fumaba infinitos cigarrillos apagándolos por la mitad. El mate se cebaba sin parar, y algunos ni siquiera miraban la bombilla para embocarla en la boca, corriendo el riesgo tan conocido de pasar un papelón al metérsela en un ojo. La cerveza terminaba por calentarse en los vasos. En las terrazas no se oía hablar.
Todo parecía estar suspendido, colgando, columpiándose tristemente entre las siete de la tarde, y el sol anteriormente abrasador, flotando sobre la guerra desatada entre la idiosincrasia de San Tramo y el carácter esencialmente irritable del día. Todos estaban a la espera de que algo sucediera. Nadie sabía qué, pero algo tenía que pasar, eso era insoslayable.

Yo me había levantado cerca del mediodía y había almorzado totalmente a oscuras. Salí alrededor de las dos de la tarde a la puerta para fumar un cigarrillo y, recién apagado el cigarrillo pude oler el aire. Ese aire cargado, ese aire de verano que siempre costaba respirar, parecía más espeso aún, como si en lugar de aire fuera un humo transparente. Al viento se lo veía más rebelde que nunca, casi estúpido en su constante ir, en su eterna insistencia.
En el mismo momento en que salí a la puerta y olí el aire, y vi el viento, y sentí la humedad sobre el cuerpo, y escuché la nada, supe que ese día, ese esquizofrénico día, iba a suceder aquello que jamás me atreveré a contarles.

tatoo

un poema

robado de una fiesta.

Borracho,

con polvo en las narices

 

con las metáforas

llenas de sexo con ropa

 

y un par de comparaciones

salidas del cenicero.

 

un poema

escrito sobre tu cuerpo

               - y recitado

                a sorbos

                entre tus piernas-  

sábado, noviembre 01, 2008

tajo

mudanza de sombras pesadas

como un verano sucio

de tías remendando

           matrimonios

 

una poesía en la siesta rota

 

tabaco dulce parte el aire

en mitad de una lluvia vidriosa

 

 

 

dejarse mirar en un espejo muerto

 

                                            roto