Cuando cede la
madrugada
en el instante mismo
en que la noche
deja de ser
noche con ovillo
de mañana
te pareciera que ya
debería estar el diario
-pero el diariero sueña
su sueño sin saberte-
y en la espera
te soltás de la sílaba
para llevar los ojos
a hurguetear
en esos lugares
cubiertos de yuyos
-¿qué es lo que fuga
en esos humedales?-
yuyales
superpuestos y sucesivos
entre los que adivinar
miope
y tomar lo adivinado
como límpida certeza
-como, a lo mejor,
siempre
tendríamos que hacer-
y en ese adivinar nace
mugido que trastabilla,
equivocada boca en procura
del peso deseado.
Vestido otra vez
de expectativa
salís a danzar
en plena terraza
lo que creés
es el día.
Nuevamente estafado
por lo no simultáneo
de los tiempos,
te sentás a mirar
un toldo que drena
lo que pesa
como pesa la lluvia
y con el esqueleto
de una palabra
-limadas sus tibias hasta
marmóreos escarbadientes-
hurgás
en esos huecos
para sacar
nada.
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